Lo confieso. Soy un chico N-VI. De familia zamorana (con ramales en Galicia) pero afincados en Villalba (Madrid): mi infancia son recuerdos de una carretera de Castilla. De sus puertos, sus bares, sus gasolineras, sus oteros desolados, sus rectas sin fin desde San Rafael hasta que el Bierzo la retuerce. Imágenes que son la galería animada de lo que fueron los años sesenta y setenta en las España del desarrollismo en que crecí. Imágenes que las nuevas autovías han dejado no atrás, sino a un lado, muchas veces con salidas imposibles en todas las acepciones del término.
Así que cuando Pela del Álamo nos pasó el streaming de su genial documental, para mí, más que ver una película significó un juego de adivinanzas de cada localización. Paisajes tantas veces recorridos, gentes tantas veces escuchadas. Desde la vieja Casa Hilario, en el Alto del León hasta la silueta del arco de aquella iglesia caída en los altozanos de la Mota del Marqués que quema la luz de agosto castellana.
Historias de viajeros, de puticlubs, de bares con "se venden feos de Villalpando". Historias en sordina que me acompañaron tantas veces y que Pela ha sabido volver a darles voz desde ese apego a un territorio que fue rico entre los pobres y hoy yace abandonado en las cunetas de la gran autovía del Noroeste.
N-VI, la película, no es sólo un road movie sin ficción, es también una manera de entender hacia dónde va el género documental en España en estos últimos años. Rodada durante mucho tiempo, con paradas en cada lugar donde el director encuentra un filón, cada historia refleja el proceso de maduración de la carretera, pero también del proyecto y del propio director. Una ristra de gentes que recuerdan con melancolía un pasado que no ha sido sustituido, armadas con bellísimos planos fijos que le dan sosiego a un viaje sobre asfaltos cuarteados.
Pueblos y gentes abandonados o semiabandonados ¿les suena? La veremos este veranos, bajo las estrellas del Pirineo, junto a las ruinas de Ascaso.
Miguel Cordero