Entrevista realizada por Juan Carlos Gea, para La Voz de Asturias. Publicada el 15 de marzo de 2018.
Parque de Redes, Asturias, reserva de la Biosdera. Cien días de 2015: entre el 12 de septiembre, finales del verano, y 19 de diciembre, al borde del invierno, pasando por la bellísima otoñada de la montaña asturiana. Una cabaña a mil metros de altura. Unas cuantas gallinas, un gallo, un caballo, un pequeño huerto. El recuerdo de grandes apóstoles de la naturaleza como Thoreau, o de otros más recientes como Sylvain Tesson. Y nada de tecnología... salvo un arsenal de equipo óptico de primera para no dejar que nada escape de esos cien días a solas con la naturaleza y con todo lo que uno mismo lleva consigo. José Díaz, naturalista, montañero, decorador y asturiano, hizo acopio de todo ello -300 horas de filmación- para su primer documental: el largometraje 100 Días de soledad.
-Una película que se presenta como un documental, pero que me da la sensación de que es mucho más que eso: un un manifiesto personal. Una llamada de atención…
-Sí, lo es. Pero lo de «llamada de atención» me da un poco de reparo.
-¿Por qué?
-Porque la gente puede pensar que yo no soy quién para dar lecciones a nadie. Pero si es verdad que para mí esto encierra un mensaje, manifiesta lo que pienso que estamos haciendo mal en esta vida. Que es mucho.
-Esta semana toca presentar lo que ha rodado en una parte de Asturias a los propios asturianos...
-Sí, y aun así estoy más temeroso de lo que pueda pasar en Asturias que de lo que pueda pasar fuera. Ahora mismo venimos de Madrid y San Sebastián, donde fue todo apoteósico, la sala repleta, la gente encantadísima… pero Asturias me preocupa más.
-¿Y eso?
-Todos tenemos muy cerca la cordillera, y casi nadie la conoce. Creo que hay cierto desinterés y falta de conciencia sobre lo que tenemos cerca. Posiblemente lo valoren más fuera que nosotros mismos. San Sebastián tiene un paisaje, por ejemplo, muy parecido, pero en eso los vascos nos llevan distancia; son mucho más respetuosos con el medio ambiente, o por lo menos empiezan a serlo, y en eso coinciden prácticamente todos: en darle la importancia que tiene. En Asturias, me da la impresión de que somos un poco diferentes, de que lo dejamos un poquitín de lado.
-A menudo uno no ve lo que tiene delante de las narices todo el rato. Nos pasó también con otro documental rodado en Asturias, Cantábrico.
-Posiblemente sea eso. A lo mejor, viendo este documental, la gente descubre algo que tiene a veinte minutos de casa. Yo creo que quienes tenemos el tiempo y la suerte de subir a la montaña y hacer fotografía o vídeo, tenemos también casi la obligación de enseñar todo eso a quienes no pueden hacerlo.
-Hay algo contradictorio en su experiencia. Por una parte, el aislamiento y la inmersión en la naturaleza; por otra, filmarla, mirarla una parte del tiempo a través de una tecnología sofisticada para luego contarlo. ¿Una experiencia algo descoyuntada?
-Sí. La verdad es que una parte de la esencia de esa estancia de cien días en soledad igual se pierde con la obligación de tener que rodarlo todo, pero al final el proyecto me lo planteé así; me resultó ciertamente complicado y difícil porque casi es incompatible lo uno con lo otro, pero finalmente acabas de hacerlo y luego lo disfrutas mucho más. En este caso, lo que es la experiencia en sí, aspiro a repetirla alguna vez sin filmar, y seguramente vaya a resultar más complicado. Rodar en esas condiciones requiere mucho esfuerzo, mucho sacrificio, trabajo… pero, claro, también me mantuvo la mente ocupada y así fui menos consciente de la situación en la que estaba.
-Habla de muchos momentos felices. Esos, los podemos suponer. ¿Y los duros?
-Recuerdo los momentos buenos, muchos, y esos perduran. Los malos fueron pasajeros: momentos de muchísimo frío, de cansancio, alguna caída, algún golpe, algún cabreo porque no conseguías el plano adecuado… Pero enseguida venía un momento bueno y de los malos te olvidabas rápido. Prácticamente todos fueron buenos. Malo, malo, fue despedirme de la familia y cuatro o cinco cosinas por el medio, pero ninguna de trascendencia suficiente como para que dure.
-No tiene móvil. Supongo que tampoco es hombre de redes sociales. Eso no pudo añorarlo. ¿Qué añoró más en términos de contacto humano?
-Precisamente eso. Sentarte delante de una persona y charlar de tú a tú. Eché de menos, evidentemente, a mi familia, y luego a los amigos del pueblo. Llevo desde hace quince años visitándolos prácticamente una vez a la semana y con ellos tienes conversaciones de verdad, de las que te sientas en el mismo banco, les miras a la cara y cambias información de tú a tú, sin aparatos de por medio. Y eso sí que lo eché de menos. Pero, insisto, ayudaba el estar muy ocupado. Y tener algo de compañía: el caballo, las gallinas, que te hacen la situación menos solitaria.
-Seres vivos, al fin y al cabo.
-Sí, y los que había moviéndose por la montaña. Seguramente había más movimiento en la montaña del que hay por Oviedo.
-Tuvo que cuidar la voz. La física, para que no se atrofiaran las cuerdas vocales. Pero también las voces de dentro, que ahí arriba y a solas no deben de callar…
-(Risas) Sí, sí. Las voces de dentro surgen y se multiplican. La voz física tuve que mantenerla activa por recomendaciones médicas. Me habían dicho que cien días sin hablar podía producirme una atrofia de las cuerdas vocales y que podría ser problemático volver a recuperarla. No sé si recordando eso o simplemente por el hecho de entretenerme, a veces hablaba con el caballo, con las gallinas, con la misma cámara, leía en alto cuando escribía…
-¿Y qué le decían las voces interiores?
(Ríe) De todo.
-¿ Quizá «cómo se te ha ocurrido meterte en esto»?
-No eso exactamente, no. Eso me lo habrían reprochado si me hubiese ido sin consentimiento familiar. Pero como me fui plenamente convencido de que iba a hacer un proyecto muy guapo y en mi casa estaban encantados, no hubo problema. Y lo mismo con el trabajo, la empresa es mía; me la jugué, si dejaba de funcionar, es que tenía que dejar de funcionar… Pero sí es verdad que, cuando estás mucho tiempo solo y dejando que fluya todo, surgen cosas que no surgen en situaciones normales; te das más cuenta de los defectos que tienes o de las cosas que hiciste mal, intentas mejorarlas o te planteas mejorarlas en el futuro, te das cuenta de que viviendo con muy poco eres más feliz que viviendo con mucho, con lo que también te replanteas la forma de vida que vas a hacer después, los cambios que harás… Básicamente cosas así. Pero sí es verdad que escuchas y sientes cosas que no sientes habitualmente.
-Subió con muy poco y aún le sobró. ¿Dice eso algo sobre esa austeridad de la que tanto hablamos en los medios?
-Sí, claro. La austeridad -o, casi mejor, la sobriedad- realmente sí la percibes en esta experiencia. Yo marché con muy poco. Hice un ejercicio claro de rechazar lo que no era absolutamente imprescindible y dejarlo en casa; y aun así me sobraron bastantes cosas, hubo cosas que quedaron arrinconadas en la cabaña y no las utilicé, incluso llevando tan poco.
-¿Y sobre la generosidad de la naturaleza?
-No hay mucho que decir al respecto. Esa es obvia. Yo, allí, creo que hubiese vivido incluso sin montar huerta: con los frutos del bosque, las castañas, las nueces, las avellanas, los arándanos, algunas manzanas de manzanos altos que están abandonados, con la miel de las colmenas y los huevos de las gallinas… Y la huerta, incluso siendo una época malísima e improductiva y estando a mil metros de altura, fue productiva hasta el final. Produjo muy por encima de lo necesario. De hecho, muchos de esos productos tuvimos que bajarlos al punto de intercambio de material y enviarlos para casa: les mandé 200 kilos de patata, cientos de huevos… Pensé que me iba a faltar comida y al final me sobró
-Una generosidad enorme, pero que, con todo, está condicionada a que se sepa pedir a la naturaleza con esa moderación…
-Esta semana toca presentar lo que ha rodado en una parte de Asturias a los propios asturianos...
-Sí, y aun así estoy más temeroso de lo que pueda pasar en Asturias que de lo que pueda pasar fuera. Ahora mismo venimos de Madrid y San Sebastián, donde fue todo apoteósico, la sala repleta, la gente encantadísima… pero Asturias me preocupa más.
-¿Y eso?
-Todos tenemos muy cerca la cordillera, y casi nadie la conoce. Creo que hay cierto desinterés y falta de conciencia sobre lo que tenemos cerca. Posiblemente lo valoren más fuera que nosotros mismos. San Sebastián tiene un paisaje, por ejemplo, muy parecido, pero en eso los vascos nos llevan distancia; son mucho más respetuosos con el medio ambiente, o por lo menos empiezan a serlo, y en eso coinciden prácticamente todos: en darle la importancia que tiene. En Asturias, me da la impresión de que somos un poco diferentes, de que lo dejamos un poquitín de lado.
-A menudo uno no ve lo que tiene delante de las narices todo el rato. Nos pasó también con otro documental rodado en Asturias, Cantábrico.
-Posiblemente sea eso. A lo mejor, viendo este documental, la gente descubre algo que tiene a veinte minutos de casa. Yo creo que quienes tenemos el tiempo y la suerte de subir a la montaña y hacer fotografía o vídeo, tenemos también casi la obligación de enseñar todo eso a quienes no pueden hacerlo.
-Hay algo contradictorio en su experiencia. Por una parte, el aislamiento y la inmersión en la naturaleza; por otra, filmarla, mirarla una parte del tiempo a través de una tecnología sofisticada para luego contarlo. ¿Una experiencia algo descoyuntada?
-Sí. La verdad es que una parte de la esencia de esa estancia de cien días en soledad igual se pierde con la obligación de tener que rodarlo todo, pero al final el proyecto me lo planteé así; me resultó ciertamente complicado y difícil porque casi es incompatible lo uno con lo otro, pero finalmente acabas de hacerlo y luego lo disfrutas mucho más. En este caso, lo que es la experiencia en sí, aspiro a repetirla alguna vez sin filmar, y seguramente vaya a resultar más complicado. Rodar en esas condiciones requiere mucho esfuerzo, mucho sacrificio, trabajo… pero, claro, también me mantuvo la mente ocupada y así fui menos consciente de la situación en la que estaba.
-Habla de muchos momentos felices. Esos, los podemos suponer. ¿Y los duros?
-Recuerdo los momentos buenos, muchos, y esos perduran. Los malos fueron pasajeros: momentos de muchísimo frío, de cansancio, alguna caída, algún golpe, algún cabreo porque no conseguías el plano adecuado… Pero enseguida venía un momento bueno y de los malos te olvidabas rápido. Prácticamente todos fueron buenos. Malo, malo, fue despedirme de la familia y cuatro o cinco cosinas por el medio, pero ninguna de trascendencia suficiente como para que dure.
-No tiene móvil. Supongo que tampoco es hombre de redes sociales. Eso no pudo añorarlo. ¿Qué añoró más en términos de contacto humano?
-Precisamente eso. Sentarte delante de una persona y charlar de tú a tú. Eché de menos, evidentemente, a mi familia, y luego a los amigos del pueblo. Llevo desde hace quince años visitándolos prácticamente una vez a la semana y con ellos tienes conversaciones de verdad, de las que te sientas en el mismo banco, les miras a la cara y cambias información de tú a tú, sin aparatos de por medio. Y eso sí que lo eché de menos. Pero, insisto, ayudaba el estar muy ocupado. Y tener algo de compañía: el caballo, las gallinas, que te hacen la situación menos solitaria.
-Seres vivos, al fin y al cabo.
-Sí, y los que había moviéndose por la montaña. Seguramente había más movimiento en la montaña del que hay por Oviedo.
-Tuvo que cuidar la voz. La física, para que no se atrofiaran las cuerdas vocales. Pero también las voces de dentro, que ahí arriba y a solas no deben de callar…
-(Risas) Sí, sí. Las voces de dentro surgen y se multiplican. La voz física tuve que mantenerla activa por recomendaciones médicas. Me habían dicho que cien días sin hablar podía producirme una atrofia de las cuerdas vocales y que podría ser problemático volver a recuperarla. No sé si recordando eso o simplemente por el hecho de entretenerme, a veces hablaba con el caballo, con las gallinas, con la misma cámara, leía en alto cuando escribía…
-¿Y qué le decían las voces interiores?
(Ríe) De todo.
-¿ Quizá «cómo se te ha ocurrido meterte en esto»?
-No eso exactamente, no. Eso me lo habrían reprochado si me hubiese ido sin consentimiento familiar. Pero como me fui plenamente convencido de que iba a hacer un proyecto muy guapo y en mi casa estaban encantados, no hubo problema. Y lo mismo con el trabajo, la empresa es mía; me la jugué, si dejaba de funcionar, es que tenía que dejar de funcionar… Pero sí es verdad que, cuando estás mucho tiempo solo y dejando que fluya todo, surgen cosas que no surgen en situaciones normales; te das más cuenta de los defectos que tienes o de las cosas que hiciste mal, intentas mejorarlas o te planteas mejorarlas en el futuro, te das cuenta de que viviendo con muy poco eres más feliz que viviendo con mucho, con lo que también te replanteas la forma de vida que vas a hacer después, los cambios que harás… Básicamente cosas así. Pero sí es verdad que escuchas y sientes cosas que no sientes habitualmente.
-Subió con muy poco y aún le sobró. ¿Dice eso algo sobre esa austeridad de la que tanto hablamos en los medios?
-Sí, claro. La austeridad -o, casi mejor, la sobriedad- realmente sí la percibes en esta experiencia. Yo marché con muy poco. Hice un ejercicio claro de rechazar lo que no era absolutamente imprescindible y dejarlo en casa; y aun así me sobraron bastantes cosas, hubo cosas que quedaron arrinconadas en la cabaña y no las utilicé, incluso llevando tan poco.
-¿Y sobre la generosidad de la naturaleza?
-No hay mucho que decir al respecto. Esa es obvia. Yo, allí, creo que hubiese vivido incluso sin montar huerta: con los frutos del bosque, las castañas, las nueces, las avellanas, los arándanos, algunas manzanas de manzanos altos que están abandonados, con la miel de las colmenas y los huevos de las gallinas… Y la huerta, incluso siendo una época malísima e improductiva y estando a mil metros de altura, fue productiva hasta el final. Produjo muy por encima de lo necesario. De hecho, muchos de esos productos tuvimos que bajarlos al punto de intercambio de material y enviarlos para casa: les mandé 200 kilos de patata, cientos de huevos… Pensé que me iba a faltar comida y al final me sobró
-Una generosidad enorme, pero que, con todo, está condicionada a que se sepa pedir a la naturaleza con esa moderación…
-Sin duda. No tienes más que mirar para el resto del mundo: países que eran maravillosos vergeles -Borneo, Sumatra, Java- se deforestaron y ahora pasan a ser desiertos, zonas en las que no hay materia orgánica. Y al final desaparece la riqueza que tenían. Si no abusas de ella, la naturaleza es muy generosa, pero es verdad que la Tierra es finita y la estamos desgastando a un paso exagerado.
-Se suele pensar en experiencias de este tipo en términos de espacio, de geografía, de paisaje. ¿Es también una experiencia distinta del tiempo?
-Sin duda. Igual la sensación del paso del tiempo es distinta en un espacio o en otro. A lo mejor en un desierto donde no tienes con qué entretenerte o donde hay menos elementos en torno a ti pasaría más lento. O en el mar, hay mucha gente que cuenta que sus experiencias navegando decenas de días que se hacen más largos… En mi caso, fue curioso: unos días pasaban volando y luego analizando lo que había hecho, siendo consciente de todo lo que había hecho a lo largo del día, me daba cuenta de que en realidad pasaba lentísimo. Es verdad que sin el reloj y sin obligación de ir a ningún sitio ni de llegar a ninguna hora concreta eso pasaba. Tenía las obligaciones de grabar por el día y me guiaba un poquito por las sensaciones. Pero la experiencia del tiempo es totalmente diferente.
-¿Y le llegó a sobrar tiempo ahí arriba, como pasa a esas tribus que viven en zonas extremas, pero que aún así tienen más tiempo libre que nosotros?
-No fue el caso porque rodé una media de tres horas diarias; y tantas horas como rodaba, luego visualizaba a ritmo normal para ver la calidad de las imágenes, archivar, descartar algunas… Eso ya me llevaba seis horas. Los desplazamientos a los sitios donde rodaba, ida y vuelta, otras seis. Con lo cual ya le metes doce horas a una jornada de trabajo y te queda muy poco tiempo. De hecho, no abrí ningún libro de los veintipico o treinta que llevé.
-¿Qué libros se llevó?
-Algunos de los que recomendaba el viajer y aventurero Sylvain Tosson, que ha sido una de mis referencias, en su libro La vida simple. También algunos que había leído hace tiempo de Losbang Rampa, como La túnica azafrán… Uno del Dalai Lama que siempre quise leer. Walden, de Thoreau. algunas revistas de la Fundación Rodríguez de la Fuente, unas revistas geniales que se llaman Agenda Viva. Pero no leí nada. Se quedó todo en la librería esperando que lo cogiese. No hubo ni un minuto para leer.
-¿Qué pasó el día 101?
-Nada, la verdad. Como no pasó cuando me fui. Pasas de una situación a otra con una facilidad tremenda. Quizá tomas las cosas con una tranquilidad diferente: después de cien días relajado, tardas en volver a estresarte. Esos primeros días no fueron especialmente duros. A lo mejor un mes después, cuando ya empecé con la postproducción, que me resultó especialmente complicada.
-Porque bajó con aún más material que productos de su huerto de montaña…
-Trescientas horas, que traducidas en peso eran veinte teras o por ahí, y con la obligación de hacer las primeras cribas yo mismo. Imagínate. Compatibilizar eso con el trabajo en la oficina teniendo que ver tantas horas, que vi dos veces, empezar a hacer cortes, reducir eso a veinte la primera vez, la segunda a diez, la tercera a cinco y la cuarta a cuatro fue muy, muy, muy complicado. Me mantuvo tan pendiente de ello que no fui consciente del cambio de la tranquilidad al barullo. Pero sí hay algo que recuerdo: me sorprendió mucho la cara de pena de la gente. Cuando bajé de la montaña, los primeros movimientos que hice por la ciudad en coche, como un niño pequeño que va a un sitio que no conoce, empecé a mirar para todos lados. En los semáforos miraba a la gente y veía miradas perdidas, caras amargas, tristeza… Me sorprendió muchisimo.
-¿Y esos otros 100 dias de pura soledad? ¿Para cuándo?
-Prefiero no pensar en ello, pero no va a pasar mucho tiempo. De momento vamos a vivir un poco esta experiencia y disfrutarla, porque el documental está teniendo más repercusión de la que esperábamos incluso. Y luego, no sé cuándo, hacer algo parecido pero sin una cámara. Disfrutándolo.
-Se suele pensar en experiencias de este tipo en términos de espacio, de geografía, de paisaje. ¿Es también una experiencia distinta del tiempo?
-Sin duda. Igual la sensación del paso del tiempo es distinta en un espacio o en otro. A lo mejor en un desierto donde no tienes con qué entretenerte o donde hay menos elementos en torno a ti pasaría más lento. O en el mar, hay mucha gente que cuenta que sus experiencias navegando decenas de días que se hacen más largos… En mi caso, fue curioso: unos días pasaban volando y luego analizando lo que había hecho, siendo consciente de todo lo que había hecho a lo largo del día, me daba cuenta de que en realidad pasaba lentísimo. Es verdad que sin el reloj y sin obligación de ir a ningún sitio ni de llegar a ninguna hora concreta eso pasaba. Tenía las obligaciones de grabar por el día y me guiaba un poquito por las sensaciones. Pero la experiencia del tiempo es totalmente diferente.
-¿Y le llegó a sobrar tiempo ahí arriba, como pasa a esas tribus que viven en zonas extremas, pero que aún así tienen más tiempo libre que nosotros?
-No fue el caso porque rodé una media de tres horas diarias; y tantas horas como rodaba, luego visualizaba a ritmo normal para ver la calidad de las imágenes, archivar, descartar algunas… Eso ya me llevaba seis horas. Los desplazamientos a los sitios donde rodaba, ida y vuelta, otras seis. Con lo cual ya le metes doce horas a una jornada de trabajo y te queda muy poco tiempo. De hecho, no abrí ningún libro de los veintipico o treinta que llevé.
-¿Qué libros se llevó?
-Algunos de los que recomendaba el viajer y aventurero Sylvain Tosson, que ha sido una de mis referencias, en su libro La vida simple. También algunos que había leído hace tiempo de Losbang Rampa, como La túnica azafrán… Uno del Dalai Lama que siempre quise leer. Walden, de Thoreau. algunas revistas de la Fundación Rodríguez de la Fuente, unas revistas geniales que se llaman Agenda Viva. Pero no leí nada. Se quedó todo en la librería esperando que lo cogiese. No hubo ni un minuto para leer.
-¿Qué pasó el día 101?
-Nada, la verdad. Como no pasó cuando me fui. Pasas de una situación a otra con una facilidad tremenda. Quizá tomas las cosas con una tranquilidad diferente: después de cien días relajado, tardas en volver a estresarte. Esos primeros días no fueron especialmente duros. A lo mejor un mes después, cuando ya empecé con la postproducción, que me resultó especialmente complicada.
-Porque bajó con aún más material que productos de su huerto de montaña…
-Trescientas horas, que traducidas en peso eran veinte teras o por ahí, y con la obligación de hacer las primeras cribas yo mismo. Imagínate. Compatibilizar eso con el trabajo en la oficina teniendo que ver tantas horas, que vi dos veces, empezar a hacer cortes, reducir eso a veinte la primera vez, la segunda a diez, la tercera a cinco y la cuarta a cuatro fue muy, muy, muy complicado. Me mantuvo tan pendiente de ello que no fui consciente del cambio de la tranquilidad al barullo. Pero sí hay algo que recuerdo: me sorprendió mucho la cara de pena de la gente. Cuando bajé de la montaña, los primeros movimientos que hice por la ciudad en coche, como un niño pequeño que va a un sitio que no conoce, empecé a mirar para todos lados. En los semáforos miraba a la gente y veía miradas perdidas, caras amargas, tristeza… Me sorprendió muchisimo.
-¿Y esos otros 100 dias de pura soledad? ¿Para cuándo?
-Prefiero no pensar en ello, pero no va a pasar mucho tiempo. De momento vamos a vivir un poco esta experiencia y disfrutarla, porque el documental está teniendo más repercusión de la que esperábamos incluso. Y luego, no sé cuándo, hacer algo parecido pero sin una cámara. Disfrutándolo.
Con la presencia de su director y protagonista, José Díaz..
Era del Cine de Ascaso
Martes 28 de agosto de 2018; 21:15 horas.