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domingo, 15 de agosto de 2021

Calabuch. Todos necesitamos desaparecer alguna vez / España y lo berlanguiano: El cine como retrato de un país

Os reproducimos aquí dos interesantes artículos; uno de Ana Ferrá Hernández y otro de Santiago Negro aparecidos en EL ESPECTADOR IMAGINARIO, la publicación digital de AULA CRÍTICA, Escuela de Crítica Cinematográfica




Calabuch. Todos necesitamos desaparecer alguna vez (Ana Ferrá Hernández)

Fruto de un guión compartido y barajando la posibilidad de otro título inicial (“La otra libertad”) nace, en una España tensa y convulsa, esta película. Un canto de esperanza para quienes buscan calma y sosiego alejados de la cruda realidad.

Se trata de una rara avis dentro de la filmografía de Luis García Berlanga (1921-2010) que, apartándose de ironía y humor negro acostumbrados, busca el lado más amable de los protagonistas presentándonos una fábula de gente corriente que se quiere y se respeta.

Apartándose de sus investigaciones espaciales y militares el profesor George Serra Hamilton (Edmund Gwenn, 1877-1959) aparece como por arte de magia en Calabuch, una población costera del mediterráneo español. Recordando en algunos momentos al señor Hulot (Las vacaciones de monsieur Hulot. Jaques Tati, 1953) la escenografía playera, las tomas largas y la puesta en escena, convierten en delicia, esta simple aparición. Refugiado apaciblemente consigue dilatar el tiempo y prorrogar un final inevitable. Su bañador a rayas y bonhomía presentan a un personaje que despierta ternura en el espectador.

El fluir de los acontecimientos nos cuenta poco, de modo velado intuimos en los noticiarios la existencia del famoso profesor que disfruta, ajeno al mundo, de sus flexiones gimnásticas en la playa. Lo importante no son los acontecimientos sino el tiempo transcurrido y compartido.

Utopía simpática y agradable nos brinda la oportunidad de soñar. Si bien no es de sus películas más conocidas, si se trata de la más pintoresca. Amalgama de culturas y nacionalidades variopintas fusionadas en su elenco, bailan al unísono, compartiendo, como en Fuenteovejuna (Lope de Vega, 1619), un mismo destino. El dinero y la fama distan mucho de la verdadera felicidad; son los protagonistas quienes conversan estos temas arropados en la oscuridad de la noche, al rumor del oleaje. Todo el pueblo, pacífico y sosegado, vive su vida a ese compás.

Documento de valor histórico, representa el discurrir de una población que ofrece un relato costumbrista cuajado de fotografías aéreas y a ras de suelo. La profesora, el cura, el policía, el farero o el pillastre marinero son algunos de los personajes que encarnan las distintas personalidades de este relato.


La interpretación de Pepe Isbert (1886-1966) que, atrincherado en su faro cual almirante en Mary poppins (Robert Stevenson, 1965), juega al ajedrez con el sacerdote; El sabio distraído que encuentra en Peñíscola su refugio perfecto; ese encuentro con un joven Manuel Alexandre (1917-2010) que pinta artesanalmente el nombre de las barcas en el muelle o la peculiar relación con el Langosta (Franco Fabrizi, 1916-1995) y su carcelero, un guardia civil llamado Matías (Juan Calvo, 1892-1962) que hace la vista gorda en muchos momentos, conforman esa peculiar estructura de los pueblos peninsulares y la relación entre sus habitantes. Todo en ella es entrañable.

El protagonista principal vive en armonía, sin molestar a nadie. Querido por todos, disfruta de su peculiar Sangril.la (Horizontes perdidos Frank Capra, 1937). Su premio: ganar el concurso de fuegos artificiales y el corazón de los lugareños, disfrutando de su propio paraíso terrenal como si fuera un habitante más. Ese reconocimiento desencadena la publicación de una fotografía en la prensa local. Con ella, se descubre su verdadera identidad, el paradero sorpresa se desvela en un abrir y cerrar de ojos. El rescate es inmediato y el fin del sueño, también.

La sentida amistad y los vínculos que le unen a estas simpáticas gentes van más allá de fama y poder. Las riquezas no cuentan en Calabuch, solo importan corazón y sentimientos, y, con ellos, disfrutan unidos del verdadero vínculo que les une. Comparten de forma agradable momentos cotidianos e irrepetibles, estos construyen buenos y agradables recuerdos que enriquecen y ennoblecen el alma de quien los vive.


Las películas siempre nos deparan sorpresas, son como el guión escondido que dejó Berlanga en esa caja celosamente custodiada en el instituto Cervantes. Hasta que no las visionas y las reposas no eres capaz de trascender su verdadera magnitud.

No solo percibimos pinceladas del Neorrealismo italiano y recordamos películas como El ladrón de bicicletas (Vittorio de Sicca, 1948), en el cine de Berlanga notamos además, el fluir de las costumbres españolas más profundamente arraigadas.

La cámara, al servicio de la ficción, capta fragmentos peculiares y gracias a la profundidad de campo nos brinda detalles con gran claridad. Berlanga nos propone una pintura, retrato de una sociedad real y tangible cuya única ocupación es disfrutar del simple hecho de ver la vida pasar.

Escenas como torear una vaquilla (Jose Luis Ozores, 1923-1968), la salida en barca desde el muelle de los recién casados o la proyección del nodo en el espacio habilitado como cine, arrancan sonrisas y sentimientos cómplices a todos aquellos que, alguna que otra vez, hemos sentido y disfrutado de estos fugaces momentos. Recuerdos grabados para siempre. Y al final, como dice el profesor en el avión de regreso, se convierten todos ellos en sus auténticos amigos. El verdadero tesoro y la magia de esta cinta es descubrir, sin esperarlo, esa familia que te acoge sin juzgar ni preguntar.


Temas políticos, religiosos o de educación tratados de forma soslayada, no son más que otra sutileza del director que, apartándose de la crítica acostumbrada, plantea un optimismo amable y condescendiente. El sueño llega a su fin, la vuelta al mundo real es inevitable, sobrevolando Peñíscola marchamos con él cerrando una etapa y guardándola celosamente en nuestros corazones.

Ficción e ilusión se tejen en esta obra y, como la preparación de los fuegos de artificio, se montan y estructuran de forma secuencial. Fotógrafos, montadores y escenógrafos construyen este entorno peculiar de mirada ingenua y tierna. La reconfortante sensación de una vida sencilla y tranquila. Una armonía que evoca añoranzas de otra época, tiempos pretéritos, quizá perdidos, resurgen como ensoñaciones. Solo aprendiendo a parar podremos seguir avanzando.




España y lo berlanguiano: El cine como retrato de un país (Santiago Negro)


El 2020 (y lo que llevamos del 21) deja para la memoria colectiva estampas que formarán parte de nuestra esencia como sociedad global. La crisis pandémica entrará, no cabe duda, en cierta fase de catarsis cuando las ficciones de todo tipo recurran a estos meses de desasosiego como inspiración. Y es que los relatos no son solo historias: son nuestra manera de captar el momento, e incluso de afrontar nuestros traumas.

Pero, entre medias del miedo y la incertidumbre, también se han colado noticias que dan esperanza sobre el futuro o que, simplemente, regalaban algo de respiro ante la avalancha de información que hemos recibido con impacto a lo largo de los meses.

Una de esas historias ha sido Luís García Berlanga. El inmortal cineasta español ha copado parte de las páginas recientes de la cultura a cuenta del centenario de su nacimiento. Quizá, la que más llame la atención es la entrada en el diccionario de la lengua española del concepto berlanguiano.

Lo berlanguiano como símbolo de identidad, como retrato, como recuerdo y espejo para el análisis de una sociedad, la española, que todavía puede verse reflejada en los ingeniosos juegos cinematográficos que, con astucia infinita en tiempos de censura, plasmaban en la pantalla las muchas miserias de la España de posguerra. Un término que ya formaba parte de la sabiduría popular, pero que con su aceptación en la RAE se certifica como parte intrínseca de un país cuyas sombras siempre han quedado muy bien disfrazadas en forma de comedia.

No son muchos los autores que consiguen un adjetivo con su nombre. Hay que mostrar personalidad incuestionable en el fondo y la forma, una obra única, reconocible, capaz de trascender las fronteras del tiempo. Además, se necesita humanismo y pericia para que lo local mute en universal, en mensaje trascendente que no entiende de idiomas o banderas.

Berlanga consiguió este enorme éxito en un puñado de películas. Capaz de señalar sin tapujos los males de la España más gris; lo hizo esquivando el dedo censor, demostrando que el peor de los dramas encuentra acomodo en la risa. Aún así, a pesar del camuflaje, algunas de sus películas todavía resultan incómodas, devastadoras en la ironía impenitente de sus personajes y situaciones. El equilibrio entre el chiste y la reflexión conforman un universo que, efectivamente, no puede ser definido de otra manera que no sea con el nombre de la mente brillante que lo ideó.


Lo folclórico se daba la mano con las aspiraciones a la esquiva modernidad de una España en confrontación con sus mitos, todavía manchada con los salpicones de sangre de la guerra. Espacios oníricos, de recuerdo y nostalgia, entraban en conflicto con la cruda realidad de desigualdad y doble moral. Las fantasías de prosperidad confrontaban con la vida a pie de calle.

Películas como Plácido o El Verdugo, quizá sus obras más redondas, son buen ejemplo de las contradicciones que Berlanga esgrimía en sus películas, pasadas por el tamiz de la comedia. Los personajes entrañables, conjunto riquísimo que englobaba todos los escalones de la sociedad, y las disparatadas situaciones, pretendían un manto que dulcificaba el contundente retrato de una España paradójica y disonante, que encontraba en el humor absurdo de Berlanga la mejor de las máscaras.

Berlanga (formando un dúo de leyenda en varias ocasiones con el guionista Rafael Azcona) fue cronista de excepción de años complicados y confusos. La llegada de la democracia no hizo que el genial cineasta valenciano apartase el dedo del gatillo, y buena muestra de ello es la trilogía de la familia Leguineche, que tiene su punto de partida con la excepcional La escopeta nacional. Más desvergonzado que nunca, afilado y hasta cierto punto, despiadado con la España que parece eterna en sus nieblas de añoranza casi suicida, la mezquindad y ambición de los protagonistas servía para renovar los clásicos de la picaresca, reformados para un país que todavía no sabía muy bien hacia dónde dirigía sus pasos (como si eso hubiese cambiado en los últimos 40 años, por otra parte).



Hablaba al principio de las ficciones, de su poder catárquico, de la contundencia de su memoria. Los relatos nos definen, nos hacen ser lo que somos, y nos dan perspectiva de nuestro pasado para meditar nuestro futuro. Berlanga, en ese sentido, aparte de cronista de excepción, fue un visionario. Es tragicómico, como lo era toda su obra, comprobar que todavía hay un país que se lee entre líneas en aquellas películas. Que en la España del siglo XXI renquean los muchos puntos oscuros con los que Berlanga construyó su particular sainete. Es por esto que, en el centenario de su nacimiento, el cineasta llega al diccionario. Porque, en cierto modo, captó con tal precisión, elegancia y triste belleza las esencias de la piel de toro que es imposible evitar su análisis para comprender de dónde venimos.

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